La palabra viva

Autoconocimiento y escritura

Por Emilia Charra

La palabra poética acaece. Nos viene, llega a nuestro encuentro en el momento oportuno. Y en ella todo un despliegue de sentires, sensaciones, latires. No es algo que se fuerce desde afuera, ni que pueda “dirigirse”. Si no, todo lo contrario, algo que surge, de un extraño modo espontáneo, al propiciar un espacio de conexión.

Cuando una o uno se sumerge en el mundo de la escritura se abre -en paralelo- a una observación superior, la escucha, de ese otro (Dios, Fuente divina, Universo) que se expresa a través de una o uno como canal. Si no juzgamos ese momento, no cercenamos la voz que arriba ni le imponemos barreras mentales (“esto es malo”, “no sirve” o, incluso, “no sé escribir”) sino que la dejamos florecer, nos convertimos en escribas de esa belleza universal e infinita.

Desde mi lugar comprendo que la palabra poética (o la escritura, en general) no está solo en el libro, la literatura o los manuscritos. Está en todas partes, expectante, esperándonos. Cuando miramos receptivos, en Presencia, sin prisas, el caer sublime de la lluvia o el amanecer podemos obtener un número infinito de sensaciones, sabores, aromas o recuerdos que son la materia prima, en bruto, del texto escrito. Luego resta asociar y darle un poco de forma, moldear o limar impurezas y ya tendremos un escrito poético que hable por sí solo, libre en su danza al viento.

Además, como si fuera poco, el acto de escribir nos proporciona la posibilidad de autoconocimiento y nos regala la oportunidad de sanar heridas internas. Escuchar (desde un lugar de conexión) nos sana, siempre.

Por todo esto es que considero que abrir ese portal, nutrirse de las voces de la Presencia y escuchar el poema, el llegar de las palabras, y darle un lugar en el transcurrir de la rutina cotidiana es, hoy, vital y maravilloso.

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